1. Problemática experiencia de sí mismo y
memoria del ser
Ricoeur (2000) sitúa a Agustín, sobre todo el de las Confessiones,
en la tradición de la mirada interior
(1). En realidad, el joven literato filosofante
afro-romano, que vive en la bisagra del siglo IV-V, adquiere esa mirada
interior abierta, no ya plegada al juego subjetivista sino consciente de
su fuerza intencional y de su referente objetivo, tras un encuentro
decisivo que lo conduce desde el reconocimiento de la unicidad dramática
del yo-encarnado, a la mirada crítica sobre el conjunto de la historia, en
De civitate Dei (San Agustín,
413-426 /
1964). Acontecimiento único, que se da en un encuentro humano y se
manifiesta como totalizante de todas las búsquedas y encuentros
precedentes, posibilitando que Agustín coloque en términos filosóficos
nuevos y rigurosos la problemática experiencia de la existencia personal y
de la misma humanidad histórica. ¿Desde qué precedente Agustín se había
antes concebido lo que debe ser una subjetividad filosófica “académica”?
Trae un sentido de la criticidad filosófica como preservación sistemática
de todo compromiso con la verdad, en cuanto se entiende que la búsqueda
filosófica, para ser tal, debe presuponer que no hay nada que encontrar. O
si lo hay, es preciso resguardarlo a una prudente distancia, declarando su
absoluta inaccesibilidad, sólo traspasable mediante opciones extrañas a la
razón. En su primer documento autobiográfico recuerda que, al abandonar “a
los maniqueos –sobre todo después de haber atravesado este mar [llegado a
Roma]-, los académicos tuvieron largamente el timón de mi nave, en la
lucha contra todos los vientos” (San Agustín,
386 /
1979:
De vita beata, 1, 4) (2).
Presentía que “a través de muchos siglos y muchas
controversias se ha configurado, según mi entender –dice Agustín-, una
enseñanza común de la verdadera filosofía” (San Agustín, 386 / 1970: Contra Academicos, 3, 19, 42).
Platón y Aristóteles, Plotino y Porfirio, más allá de
sus acentos y diferencias interpretativas, reconocen algunas verdades
básicas comunes y concuerdan en que el ímpetu interior potente del
intelecto humano hacia la verdad es correlativo a una capacidad de recibir
la manifestación de aquello que es en realidad. Más allá de las propias
opiniones y previsiones, la verdad sólo puede irrumpir por sí misma desde
la inagotable exterioridad de lo real.
Los
académicos habían consagrado la posición metódica para regular esa tensión
del yo a la verdad, preservándose mediante la duda en la afirmación
intelectual de sí-mismos. “Tenía la idea –dice Agustín- que los más
talentosos de todos los filósofos fuesen los académicos, en cuanto habían
afirmado que es necesario dudar de toda cosa y habían sentenciado que para
el hombre la verdad es totalmente incognoscible” (San
Agustín, c.398 / 1968: Confessiones, V, 10, 19). Para el
escepticismo académico, auténtico filósofo es quien argumenta manteniendo
la neutralidad respecto a contenidos comprometedores porque últimos y que,
siendo tales, no pueden ser regulados desde una instancia de control
previsible por la sola razón, reducida a capacidad de interna de
auto-justificación. Desde tal equívoca postura, la sabiduría sería,
extrañamente, buscar la verdad sin esperanza de encontrarla,
auto-conformarse en la reflexión pura, sin referencia. Los académicos
presuponen, como si fuese obvio, que el encuentro cierra el deseo que
movió a la búsqueda. Ahora bien, ¿qué tipo de subjetividad y qué tipo de
encuentro con la verdad tiene en cuenta este escepticismo académico? Se
trata de una concepción abstracta de la subjetividad y solipsista de la
razón. Tras la huella de Agustín, dice Hannah Arendt (1933 / 1999, p.
111):
Si el pensamiento retorna sobre sí mismo y encuentra como
único objeto la propia alma, si se vuelve reflexión, entonces conquita de
todos modos una apariencia de poder ilimitado, en la medida en que
permanece racional, porque se aisla del mundo, se desinteresa de él y,
protegiéndolo, se pone frente al único objeto ‘interesante’: la propia
interioridad. [...] La realidad no puede traer ya nada nuevo, la
reflexión ha ya anticipado todo. (En Rahel
Varnhagen,
the life of a jewess).
Por un tiempo Agustín transitó también este
callejón sin salida, que devalúa los aportes gnoseológicos de la
sensibilidad corporal y la forma propia aportada por los contenidos de
conocimiento que vienen desde afuera. Pues, en efecto, desde la alteridad
de lo real, nutriente del íntimo deseo de ser, se mueve la razón como
apertura al encuentro y al juicio sobre su correspondencia (adequatio).
El academicismo, antiguo y actual, enfatiza unilateralmente el aspecto
metodológico apriorístico y dialéctico-argumentativo de la razón, a fin de
que la subjetividad se asegure a sí misma como último tribunal de toda
posible y legítima manifestabilidad del ser. Continúa al respecto H.
Arendt (1969 / 1999, p. 29):
Todas las concepciones por las que el
hombre se crea a sí mismo, tienen en común una rebelión contra los mismos
datos de hecho de la condición humana. Nada más obvio del hecho que el
hombre, sea como perteneciente a la especie, sea como individuo, no
debe su existencia a sí mismo. (En On violence).
Nuestra reflexión avanza desde este primer
paso, a mostrar que no sólo el hombre no se debe la existencia a sí mismo,
sino que tampoco se debe a sí mismo la autoconciencia de ser él,
cabalmente, un “yo”. Y la trayectoria intelectual de Agustín es, también
en esto, ejemplar.
Agustín
concibe la “interioridad” como apertura máxima a la exterioridad hasta la
alteridad infinita, desde la finitud del ser-dado. La interioridad se
manifiesta en la experiencia de la propia vida como desproporción, como
cuestión: “me volví pregunta para mí mismo – mihi quaestio factus sum”
(San
Agustín, c.398 / 1968: Confessiones, X, 33, 50).
La experiencia del sí
mismo como pregunta implica “sorpenderme en el estupor –stupore
aprehendit me” (Idem,
X, 8, 15), atravesado por la aporía de la memoria, que también es olvido y
tensión condicionada por lo negativo, paradójicamente presente en la
memoria: “memoria retinetur oblivio – en la memoria se conserva el
olvido” (Idem, X,
16, 24). El yo es
la tensión de su memoria, en la que se hace quasi presente la propia
mismidad vivida como tarea de volver a encontrarse consigo mismo, “mihi
et ipse occurro meque recolo” (Idem,
X, 8, 14). Sin
embargo, el yo no puede alcanzar por sí su sí-mismo, ni aferrar todo lo
que en sí-mismo es. Soy inconmensurablemente más de lo que se de mi. El
saber de mi mismo no es sólo lo que ya objetivamente se y poseo de mí. Es
también lo que olvido y, sobre todo, mi relación constitutiva con la
misteriosa presencia del Ser (cuyo rostro quiero ver, pues el correlato
del yo sólo puede ser el fondo del Ser como Tú, no como masa neutra). Esta
relación es lo que se de mi con mayor certeza desbordante: “Tú, te amo
–Domine, amo te”; pero, “a quien amo, entonces, cuando te amo?
-Quid autem amo cum te amo?” (Idem,
X, 6, 8).
Lo que amo es a Ti, o
sea, la felicidad, “la plenitud de la vida para mi –vitam beatam quaero”
(Idem, X, 20, 29).
Para Agustín,
buscar a Dios es buscar la Vida en la plenitud de su realización, no como
algo genérico sino como algo mio, incluyendo las relaciones que mi vida
asume. De ahí que, la pregunta que yo mismo soy, se torna imploración:
“Quién soy yo, mi Tú? ... Dónde te encontraré? –Quid ergo sum, Deus
meus?... ¿Ubi te inveniam? (Idem,
X, 17, 26). La
memoria es el vasto campo del transire, del atravesamiento en el
tiempo que me es dado, donde se resguarda la experiencia del feliz
encuentro que abraza a todas las experiencias retenidas y olvidadas. El
encuentro privilegiado con “la alegría de la verdad –gaudium de
veritate” (Idem, X, 23, 33), esa
verdad que coincide con el tú-mismo de mi yo -gaudium de te, qui
veritas es, alcanza toda su potente evidencia en un encuentro
histórico, externo y excepcional, en el que se verifica como auténtico
signo, la referencia íntima del yo al Ser. Esto es una posibilidad dada a
cada uno, sobre la base de la inevitabilidad de la relación a la verdad,
pues aún cuando el hombre en su libertad se equivoque rechazándola u
odiándola, no puede sino amar la verdad, aún inconscientemente, pues su
mismo rehazo existe subjetivamente como homenaje a la verdad, y a lo que
ilusoriamente se tiene por verdad.
2.
El yo como inicio y la libertad
La libertad es la traducción de la
infinitud del hombre, la que se descubre en la finitud que el hombre
experimenta. La razón humana, respetada en su dinámica originaria, hace
cuerpo con el conjunto de la existencia humana concreta en cuanto respira,
como ninguna otra forma de existencia en el mundo, de la exterioridad
infinita del ser y de ese modo experimenta la libertad y se libera de la
ilusión autárquica.
El que del dato –ya sea la realidad del mundo o la
imprevisibilidad del otro hombre o el dato de hecho que no me hice a mí
mismo- se vuelve el trasfondo sobre el que se destaca la libertad del
hombre, el material que inflama esta libertad. Que yo no pueda reducir lo
real a lo pensable – insiste H. Arendt-, he aquí el triunfo de la libertad
posible. O, paradojalmente: sólo porque no me hice a mí mismo puedo ser
libre; si me hubiese hecho solo, habría podido preverme y, de tal modo,
habría perdido la libertad (Arendt,
1946 / 1998, p.75).
En
un sorprendente pasaje final del capítulo referido a la irrupción del
hombre en el universo,
Agustín (413-426
/ 1964: De
civitate Dei,
XII, 20, 1, 2, 3),
discutiendo la concepción neoplatónica y gnóstica de las almas eternas
sometidas a la decadencia de las sucesivas reencarnaciones - de modo que
el origen del mal radicaría en la corporeidad -, se refiere a la
contradicción que esto implica respecto a la admirable positividad de la
singularidad y de la pluralidad humanas. La alteridad y distinción que el
hombre comparte con los seres, en él “se convierte en unicidad, y la
pluralidad humana es la paradójica pluralidad de seres únicos”, dice
Arendt (1958 / 1993,
p. 202). Esta autoconciencia filosófica de la realidad humana inicia
sólo con Agustín, desde la pertenencia histórica a la que accede mediante
su conversión. La personal referencia al Ser y la ineliminable e
insaturable exigencia de felicidad que invisten al yo concreto, es la raíz
de la singularidad y de la libertad. Lo que se contrapone a la mecánica
innatural de aquellas almas impersonales que circulan fatalmente, ab
aeterno, desde un sitio trascendente hacia la miseria y la corrupción
corporal y terrena, para desde allí iniciar una accesis de liberación,
posible a unos pocos que así reinician, mediante la negación de la
pluralidad, la inserción en el ciclo de lo eterno-uno. La trascendencia
impersonal del alma es afirmada y en ello se atisba la excepcionalidad de
lo humano, pero como un extraño que está innaturalmente en el mundo. El
nacimiento mismo de cada yo carece, en tal contexto espiritual, de
significado como acontecimiento ontológico, como inicio de algo nuevo en
el mundo que debe portar consigo al mundo, hacia el Destino que supera la
fatalidad, incluso moral, gracias al perdón que introduce en la historia
la esperanza y realiza el renovado re-inicio.
Para Agustín, la condición ontológica de
toda acción y de toda posible iniciativa y responsabilidad es que el
agente sea realmente él mismo un inicio. Más aún, si el inicio no
reacontece siempre de nuevo el mundo mismo es un conglomerado para nada,
porque sería para nadie, no llegaría al nivel de la significatividad y
carecería de dirección como universo de álguien hacia álguien. El hombre,
dice Agustín, fue hecho en un mundo ya “principiado”, para que haya
siempre un inicio, para que se verifique el acto creador que lo sostiene,
a través de una conciencia que lo retome:
quod
initium eo modo antea numquam fuit.
Lo que es inicio nunca fue así antes. Hoc [Initium] ergo ut esset,
creatus est homo. Entonces, para que haya un inicio fue creado el
hombre, ante quem nullus fuit, antes del cual no hubo nada (San
Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, XII, 20, 4).
Si la
palabra “yo” debe ser tomada en serio, no puede menos que referirse al
dato excepcional de un existente singular irreductible a la totalidad de
sus antecedentes cósmico-biológicos. Como nota H. Arendt (1958
/ 1993, p. 267, nota 3),
Agustín
empleaba la palabra initium para indicar el comienzo
del hombre [de cada hombre] y principium para designar el comienzo
del universo (...). Como puede verse (...) la palabra principium
(3) tenía para san Agustín un
significado mucho menos radical; el comienzo del mundo 'no significa que
nada fuera hecho antes (porque los ángeles existían)', mientras que
explícitamente añade (...) con referencia al hombre, que nadie existía
antes de él.
El concepto de iniciativa, en su peso real
y responsabilizante, sólo es inteligible como acción que se auto-imputa
álguien, el quién de la acción, cuya autoconciencia acontece
cuando el agente advierte que nadie puede sustituirlo en ese nuevo inicio
que lo hace creativo e imputable. Por eso mismo, la acción es iniciativa y
lleva en sí misma la posibilidad de iniciar algo nuevo, como origen, como
significatividad y como expresión, aún bajo la apariencia de una acción
banal, de un movimiento dentro de una serie ya conocida o de un acto
repetido. Y no se trata de un énfasis sobreagregado. Es la estructura
intencional de toda acción como establecimiento puntual de una relación
con el mundo que ante todo es una relación con el otro, con la
insondabilidad del yo del otro y, desde esa referencia, con las cosas, los
instrumentos, los elementos y el universo. La estructura intencional de
toda acción brota de la infinitud del deseo que atraviesa el acto
determinado, la iniciativa finita. En la relación concreta con los otros y
con las cosas que establece la acción, se juega la posición total de la
libertad: como apertura de la relación en su punto de fuga que la recrea
hacia el Infinito, o como cierre de la relación sobre sí misma hasta el
desgaste y la insignificancia. Entonces, la acción tiene la estructura del
gesto-oferta, que comunica el significado a través del acto
limitado en medio de la circunstancia, o de la ofensa que clausura
la comunicación en la instrumentación despótica. ¿Cómo ha sido
fácticamente posible este salto fenomenológico, desde la natural o
creatural constitución ontológica originaria del yo, a la autoconciencia
histórica de tal constitución creatural?
3.
Auto-conciencia del yo e historicidad
Agustín realiza el pasaje a la
autoconciencia del yo a través de la exepcionalidad de un encuentro
educativo que –en medio de su académico discurrir dialéctico y sin poder
no obstante censurar la amplitud pulsional del deseo de verdad y felicidad-
lo sorprende como factor de humanidad nueva, ella misma referida a la
verdad de un hecho histórico, crucial y singular, que la instituye:
el hecho cristiano encarnado en la persona del patricio romano
Ambrosio de Milán. El salto del no-yo al yo es generado por un tú
accesible y diverso, no por un razonamiento doctrinario e interiorista
acerca de la verdad tomada en abstracto. El impacto de un preciso
encuentro totalizante que atrae porque en él se intuye la correspondencia
con el propio deseo-de-ser. El yo se mueve hacia su auténtico sí-mismo,
hacia su ipseidad, cuando es tomado en serio por un tú educador que
lo hace saltar a la autoconciencia. El siguiente fragmento descriptivo es
revelador de cada uno de los conceptos recién vertidos:
Así vine a Milán –dice Agustín- donde estaba Ambrosio,
conocido por todo el mundo como uno de los mejores hombres [circunstancia
espacio-temporal precisa que se torna significante por la atracción de una
presencia intuida en su diversidad y grandeza]. (...) Aquél hombre de Dios
[excepcional porque implica y visibiliza el Destino] me recibió
paternalmente y, como buen obispo, se mostró muy contento por mi visita [el
encuentro es acontecimiento porque en él Agustín es reconocido como
único]. Yo, por mi parte, comencé a amarlo no como maestro de la verdad (yo
no esperaba encontrarla en Tu Iglesia) sino como una persona bondadosa
conmigo [la adhesión totalizante que cambia no es ante todo a una doctrina
sino a una presencia]” (San
Agustín, c.398 / 1968: Confessiones, V, 13, 23).
El hecho cristiano se presenta como método
en la unidad de forma y contenido. El encuentro provoca la conversión a la
verdad de sí-mismo, abre la propia originalidad y desata la personalidad
humana y filosófica de Agustín. La perspectiva reflexiva universal de la
filosofía le hace asumir y profundizar ese dramático pasaje existencial
del no-yo al yo desde un tu/Tu (minúscula y mayúscula son en este método
indisociables) que impulsa conjuntamente a su persona toda, también la
genialidad intelectual de Agustín. Él profundizará luego, llevado por las
exigencias más graves de las circunstancias, en la dimensión histórica de
ese salto ontológico-fenomenológico personal, en De civitate Dei,
mostrando la condición, no sólo personal sino también
histórico-trascendental de posibilidad de ese inicio de la conciencia
histórica.
Una transformación auténtica y novedosa de
la filosofía, realizada críticamente y dejada abierta sobre su potente
tronco histórico precedente, es correlativa al alcance ontológico de un
dato nuevo que acontece en la experiencia y embarga a la razón. La antigua
filosofía greco-romana evidenció, también para Agustín, la efectividad del
camino humano a la verdad, junto a los trágicos límites para acceder
realmente a ella, y la alta razonabilidad de una posible e imprevisible
iniciativa reveladora y salvífica desde la fontal bondad del Ser,
considerado racionalmente en su unidad última inaccesible pero religante.
Una articulación entre la perspectiva antropológico-existencial de
Confessiones y la perspectiva histórico-política del De civitate
Dei, muestra la articulación que Agustín hace entre su experiencia
previa de intelectual romano y su decisiva posterior experiencia de
maestro de un pueblo nuevo abierto a todos, con su asunción de la
filosofía greco-romana en el más vasto y apremiante horizonte de la
historia de la liberación de la humanidad a través del Pueblo de Dios,
hebreo primero y selecto, y luego cristiano y ecuménico. En De civitate
Dei adquiere relevancia epocal ese individuo humano que precede,
prefigura y anticipa la centralidad del Hecho cristológico. Éste
coloca en la historia la pretensión personal de ser el lugar singular
asignado por el divino cumplimiento de la espera de plenitud humana,
prometida a la naturaleza misma del yo e históricamente revelada y
definida en su contenido divino-humano personal. Abraham
(4), es ese particular en sí mismo
insignificante, extraído y convocado a una misión propedéutica respecto al
cumplimiento de la promesa dirigida a cada yo singular y de significación
universal, como inicio del advenimiento de la plenitud del tiempo. Ninguna
filosofía de la historia que se precie puede omitirlo.
A
partir de Abraham comienza a evidenciarse pedagógicamente el contenido
determinado de la promesa que desde el inicio e indeterminadamente urge
como espera en el corazón del yo y a la que éste, adueñándose, pretende
determinarla y responderla por sí mismo. La educación en la autoconciencia
del yo, en el pasaje del no-yo al yo, es un largo camino en el que la
fidelidad divina no se ahorra ninguna de las peripecias, vicisitudes y
claudicaciones humanas, para poner la promesa salvífica histórica a la
altura de la amplitud y profundidad de la dramática lucha en el hombre y
entre los hombres, distanciados de la grandeza de su Destino. Abraham,
recluido en lo colectivo bajo la hegemonía de la etnia, adaptado al
terruño doméstico, es reclamado a levar anclas para constituir una nación
diversa en su designio y trans-étnica en su abarcamiento: en él serán
bendecidas todas las naciones de la tierra. La extrema puesta a prueba
de la confianza de Abraham, razonable y arriesgada, en Quien lo llama y
conduce, es correlativa a la excepcionalidad de su misión. Lo atestigua la
dramática relación con su hijo Isaac. Su designio “político” (un pueblo)
es personal y universal, y tiene como condición la confianza total en
Quien le ha dado pruebas empíricas de confiabilidad, signos reales. El
nuevo criterio es que “el justo vive de la fe”, de la confianza hasta la
polémica en el Otro que le es maestro. Esto contrasta metodológicamente
con los tres grandes imperios florecientes (greco-sicionio, egipcio y
asirio – en Europa, África y Asia) que lo rodean, y que por ser “sociedad
de los hombres que viven según el hombre” (San
Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, XVI, 17), hacen lo
que pueden para darse la felicidad y tratan de garantizar su existencia
mediante el poder, que siempre cae en la ilusión determinada por la
libido dominandi.
Porque de él no surgió la iniciativa, sino
la adhesión a la elección dirigida a él, Abraham accede a la conciencia de
ser realmente ese unicum que cada hombre, aún desconociéndolo,
también lo es. Por una preferencia que lo acompaña y lo hace protagonista
de una historia, asumiendo todos sus vínculos humanos concretos, Abraham
es introducido por la presencia, la palabra y la iniciativa de Otro en la
experiencia de una sociabilidad nueva, de un pueblo definido por la
irrenunciabilidad a la exigencia de felicidad. La acción humana se revela
aquí, ante todo, como adhesión a la positividad del ser y la palabra como
capacidad de responder. Así, como recuerda Hannah Arendt, se cumple el
designio de que
el discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser
distinto. Mediante ellos, (...) los seres humanos se presentan unos a
otros, no como objetos físicos, sino qua hombres. Esta apariencia,
diferenciada de la mera existencia corporal, se basa en la iniciativa;
pero en una iniciativa (el appetitus beatitudinis) que ningún ser
humano puede detener y seguir siendo humano. (Arendt,
1958 / 1993, p. 200).
Tanto el nacimiento del yo cuanto el acceso
a su autoconciencia implican la presencia y la iniciativa de un Tú/tú que,
con palabras puntules y signos empíricos, provoca al yo a tomar en serio,
esto es, con un juicio dentro, su appetitus beatitudinis, su
despertado apetito de felicidad.
Agustín es el genio de la singularidad del
yo-corporal, pero abierta a lo universal, a través de la experiencia
existencial del tiempo y de la epopeya de la libertad en su dimensión
histórica y política. La convicción de que el conjunto de la historia
tiene un sentido, comienza a dar forma a una nueva síntesis cultural que,
desde la creación del mundo y del hombre, retomada y liberada por la
Presencia histórica y personal del Ser, abraza en su perspectiva a la
humanidad, caída en la fatalidad del eterno retorno. Pues el yo, como
inicio e iniciativa, despertado desde el encuentro y el llamado histórico
del Ser que se presenta como un tú inmediato, es extraído (no se extrae
por sí mismo) de la inmersión en la etnia y en la pólis (por las que se
percibe como mera parte del despliegue de la totalidad cósmico-biológica y
social). Esto exige una revisión radical en la interpretación de Agustín
como un caso más de las platónicas filosofías de la subjetividad
(5). La unicidad irrepetible del yo
encarnado no es intimista y cerrada sino condición fundamental de una
auténtica vida política que ya no puede ser concebida en la dialéctica
todo-partes sino como convivencia y totalización abierta de totalidades
libres y capaces de protagonismo personal e iniciativa asociativa, sin
dejarse subsumir por el poder del estado.
Con respecto a este álguien que es único
cabe decir verdaderamente que nunca nadie estuvo allí antes que él. Si la
acción como comienzo corresponde al hecho de nacer [como un yo], si es la
realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso
corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición
humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único
entre iguales. (Arendt, 1958 / 1993, p.202).
4.
Unicidad del yo, memoria del ser y dramaticidad de la historia
La trayectoria de la libertad es dramática
porque significa una cierta extraterritorialidad frente al Ser, que se
decide ante la presencia y la propuesta de Él llega, por una trama de
encuentros y a través de la realidad dada, hacia nosotros. Crear es la
acción de la libertad del Ser como Tú que se co-extiende al yo y lo
reivindica, hasta el punto de cargar con la posibilidad de que esta
libertad creada se vuela contra Él, en el olvido y la violencia. El
acontecimiento de la Revelación, desde Abraham, es precisamente un volver
a insinuarse el Rostro generoso y misericordioso del Ser que se abaja
hasta la libertad humana, para rescatarla de la fatalidad. La renuncia al
propio arché, a la autoconciencia del inicio como unicum,
fragmenta y distrae esa pulsión constitutiva hacia la verdad de sí-mismo,
radicada en la intencionalidad del yo como demanda de felicidad, que
desencadena la acción. El deseo de felicidad, de plenitud ontológica de la
existencia, es determinable reflexivamente en su direccionalidad pero
indeterminable en su concreción mediante el solo discurrir de la razón. La
impaciencia del deseo tiende a renunciar a la espera activa e inclina a
“hacerse felices por sí mismos” (a se ipsis beatificari), como dice
Agustín. El nexo con el Infinito, que constituye creacionalmente el ser
originario de la libertad humana, está históricamente inclinado, por
concesión original de la libertad tentada, a la trampa de plegar
ese nexo sobre sí-misma, anulando la dirección alterativa de su estructura
intencional. La libertad decide adherir o no adherir al ser, pero lo
decidido incide inevitablemente sobre ella. La estructura esencial
originaria del deseo-de-ser, cuyo ímpetu bien conoce Agustín, no puede ser
anulada porque es creada. Pero la libertad puede en cada caso
desvincularse existencialmente de su fuente en el nexo con el Infinito. El
estado de naturaleza caída (status naturae lapsae) es la condición
histórica del yo, plegado sobre su auto-idealización y distraído del
principio de realidad. El intento de a se ipsis beatificari se
desdobla entre dos formas de auto-afirmación ilusoria: por un lado la
fragmentación esclava del deseo de felicidad, en el conformarse a la
multiplicidad de objetos que distraen a la libertad en la sumatoria
superficial de lo finito, y por otro, la circularidad del deseo en la
voluntad de poder que pasa por encima del yo en la libido dominandi
(voluntad de poder). San Agustín experimentó precisamente la magnitud de
un encuentro humano que reabría para la exigencia de felicidad una nueva
esperanza real, más alla de esta bifurcación fatal.
La íntima desproporción bipolar entre
infinitud y finitud en el yo-encarnado, constituye el cor inquietum
que, desde el inicio de las Confessiones (San Agustín, c.398 /
1968), permanece como signo inextirpable para la memoria del
arché y para la espera del télos. En el adecuado juicio
de la razón dentro de la experiencia del deseo se juega la identidad del
yo como ipseidad. El reconocimiento del yo en cuanto tal y según el
calibre de su inquietud, se concentra en esta intuición poética, empírica
y reflexiva de Agustín: fecisti nos ad Te (Domine) et inquietum est cor
nostrum donec requiescat in Te, nos hiciste para Ti (nuestro único
Señor) y nuestro corazón está inquieto mientras no te encuentre y repose
en Ti. Este enunciado contiene una serie de momentos lógico-ontológicos.
1) La conciencia judicativa de existir desde y hacia Otro como inicio e
iniciativa intencional (cor fecisti ad). 2) La pluralidad universal
del yo como sujeto del discurso respondiente (nos-nostrum). 3) La
racionalidad de la referencia a la presencia de un solo último
interlocutor adecuado al yo, que constituye su inicio y lo signa
intencionalmente (fecisti nos ad Te). 4) El deseo racional como
desproporción vivida (cor inquietum est) y la contradicción
irracional de que, en forma idealista, pretenda proporcionarse a sí mismo
por sí mismo (donec, el ‘por tanto’ lógicamente concluyente,
requiescat in Te). 5) La referencia intencional al Infinito (ad Te
Domine, no menos) sustenta la libertad de un existente finito, que no
está hecho para someterse a cualquier ente homogéneo, sino sólo a una
alteridad eminente y excepcional que lo afirme en su destino como un yo,
manteniendo la proximidad y la diferencia, esto es, la participación y la
analogía. 6) El dinamismo existencial del yo-corporal se mantiene en su
lealtad para con la propia constitución originaria, buscando su identidad
como ipseidad, es decir, en una alteridad adecuada a los dos
términos de su desproporción estructural; sólo corresponde al yo un tú (donec
requiescat in Te) creador de su existencia como iniciativa y, por
tanto, posibilitador de una relación adecuada con el sistema del cosmos y
la dramaticidad de la historia. 7) La dramaticidad como resultante de la
imprevisibilidad del camino a la meta cierta y de la imprevisible
manifestación del Rostro del destino inevitable; el encuentro que
posibilita el hallazgo de la ipseidad humana existe en la asimetría
constituyente yo-Tú y desde la propia asimetría interna al yo entre
infintud intencional y finitud fáctica, generativa del movimiento hacia la
totalidad; por ende, es un encuentro que se resuelve y realiza sin
agotarse, sino ante todo acrecentánose, tal como en toda auténtica
relación interpersonal. 8) La positiva dramaticidad no quita la
posibilidad de lo trágico porque la libertad ha quedado históricamente
inclinada a establecerse en el equívoco ontológico. Estando intencionada
al Ser, se inclina hacia la nada tras una propia imagen del ser. Y esto
como posición fundamental ante lo real y no meramente como conducta moral
circunstancial. Por eso, en el corazón del hombre y en la historia, se da
la grave tensión en el instante y en toda circunstancia de la vida, entre
“dos amores”, que potencialmente fundan dos despliegues de la personalidad
y, consecuentemente, “dos ciudades”, “civitates duas, amores duos”
(San Agustín, 413-426 / 1964: De Civitate Dei, XIV, 28).
(6).
Tal es la gravedad originaria de la
libertad. Ella comporta una extraterritorialidad respecto al ser, la
posibilidad de confirmarlo como raíz de su existir o denegarlo, como si no
existiera. Sin embargo, esta alternativa de autodeterminación del deseo no
es equivalente ni escapa al juicio crítico de la razón si se considera la
centralidad de la categoría de felicidad como horizonte intencional
permanente del yo-en-acción, que posibilita y permanece –aunque en modos
diversos- en ambos términos de la alternativa de la libertad. Se pregunta
Agustín en referencia a su propio contexto cultural, “acerca de la
felicidad que los romanos, veneradores de muchos dioses, se olvidaron de
honrar, cuando la Felicidad es la única capaz de satisfacer a todos,
felicitas, cum pro omnibus sola sufficeret”. Pues
¿quién elige algo por otra cosa, quis optat
aliquid propter aliud, que no sea para hacerse feliz, quam ut felix
fiat? ¿Quién, queriendo recibir algo último y total, aliquo deo,
no quiere aceptar sino la felicidad, nisi felicitatem velit
accipere, o aquello que piensa que pertenece a la felicidad, vel
quod ad felicitatem existimat petinere? (San Agustín, 413-426 / 1964:
De Civitate Dei,
IV, 23, 1).
Sucede que sólo demasiado tarde y por poco
tiempo se les ocurre a los hombres reconocer y honrar a la felicidad en sí
misma, manteniendo su dirección, que es lo único que une realmente a los
hombres,
porque ella puede estar con todos si es divina -habet in
potestate cum quo homine sit -habet autem, si dea est, de modo que...
es irracional-insensato, quae tandem stultitia est, pedirle a un
ídolo lo que puedes impetrarle a ella misma, quam possis a se ipsa
impetrare” (Idem,
IV, 23, 4).
El mal se decanta como concesión a una
irracionalidad fundamental, como deslealtad a sí-mismos. Es preferencia
por la ilusión de ser felices con algo que es ontológicamente demasiado
poco para el hombre. Si lo que más se desea y necesita no resulta de una
autoproducción, entonces, no se trata de buscar sustitutos menores e
ilusorios, sino de mantenerse en la exigencia del deseo atento a discernir
el acontecimiento total del Otro que lo cumple.
La
exigencia de felicidad, por su misma naturaleza pulsional unificante,
ipsa suadente natura, reclama a la razón a iluminar su dirección, sin
dejarlo arrastrar por la “multiplicidad superflua de ídolos, aliorum
deorum superflua multitudine” (Idem, IV, 23, 4).
El mismo Rómulo, deseando fundar una ciudad feliz,
felicem cupiens condere civitatem, se ocupó de muchas otras cosas
menos de ésta y, por eso, tuvo que empezar asesinando a Remo para imperar
en la naciente Roma. La razón humana direccionada a la verdad exige
“honrar a la única diosa felicidad por sobre todos los demás ídolos,
deam felicitatem super deos caeteros honorare” (Idem).
Ahora bien, la felicidad no es diosa porque
es la exigencia de plenitud de existir, interna a nosotros, puesta por
Quien nos hace a nosotros. Es el índice de la gran Presencia que, por
haberse dado a sí-misma haciendo la libertad y la racionalidad encarnadas
al hacer al hombre, se quiere hacer encontrar, ahora, tras la caída
humana, encarnadamente por el hombre y con ellas (razón y libertad).
Pues si la felicidad no es diosa, lo que es cierto, sino
que es don de Dios, munus Dei, entonces búsquese a ese Dios que
pueda darla, ille Deus quaeratur, qui eam dare possit, y
déjese a un lado la vana multitud de ídolos, ya que es propio de los
insensatos dejar de lado a quien da esos dones, endiosándolos y ofendiendo
con obstinación y soberbia a su dador (San
Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, IV, 23, 4).
La felicidad, como certeza inscripta en el
yo-encarnado, del encuentro con quien la realiza, la puede otorgar ese
Dador dándose a sí-mismo y no apenas dando sus dones. Ello también implica
desear esperando que se manifieste, aceptando el designio siempre más
grande que el previsto por la razón humana, que tiende a conformarse,
irracionalmente, con los dones antes que con su Dador.
En
el politeísmo de las apuestas humanas a la felicidad hay algo de verdad.
Agustín averigua la razón de ese politeísmo cultural que “se apega como a
dioses a los que son consiguientes dones divinos, inter deos colant
ipsa dona divina” (Idem,
IV, 24). La condición humana caída, la humana infirmitas, no anula
el corazón del hombre. Lo que se evidencia en quienes aún no lo han dejado
endurecer en demasía, quorum cor non nimis orduruit. El yo de
corazón vivo se da cuenta, sensit, que el carácter divino de la
exigencia de felicidad, en medio de los graves y distractivos avatares de
la vida, sólo puede ser correspondida en serio y hasta el final por algún
Dios, aliquo Deo. Cada uno tiende a nombrarlo según lo que parcial
y contingentemente más le interesa para ser feliz. Pero al sustiuir lo
divino por su dones, en realidad confiesa la insuficiencia de los dioses
inventados por la proyección imaginativa del yo. En realidad, todos “los
hombres ignoraban el nombre de quien les daría la felicidad, quia eius
nomen a quo daretur felicitas ignorabant” (Idem, IV, 25). Sólo
se conoce ese nombre si el Ser se manifiesta puntualmente y se hace
accesible a la experiencia humana. Ante el Hecho presente lo más
racional es que el yo detenga sus variaciones imaginativas conjeturantes y
también su escepticismo sobre lo divino, que contradicen y censuran el
deseo de la razón. La infelicidad es consecuencia de esa debilidad
querida, de esa desafección por la verdad que, en realidad, es una
desafección ante todo por sí mismo (ipse). No puede menos que
instalarse en la infelicidad
quien se prende a la felicidad como a una diosa, tamquam
deam felicitatem colit, pero deja de lado, relinquit, a quien
ontológicamente puede dársela, tal como quien prefiere quedarse con su
hambre lamiendo un pan pintado, para no pedirle el buen pan a quien
verdaderamente lo tiene para dárselo (Idem,
IV, 23, 4).
5.
Deseo de ser, alternativa histórica y nihilismo
La opción
fundamental inherente a la dignidad de la libertad se juega, entonces, en
esta alternativa totalizante ante la realidad cotidiana: vivir
pertinazmente según las medidas que puede imponer la propia subjetividad
como si fuese dueña del ser, esto es, existir secundum hominem,
o vivir desde lo que está auténticamente dado, desde la verdad del ser
manifiesta en el ser del hombre ante la presencia de la realidad,
secundum veritatem. “Pues el hombre está bien hecho, factus est
rectus, para que no viva ya según sus proyectos, ut non secundum
seipsum viveret, sino según aquél de quien está hecho, sed secundum
eum a quo factus est, viveret” (Idem,
XIV, 4, 1).
La ipseidad
humana se juega, entonces, en la alternativa del deseo entre el horizonte
de la verdad, secundum veritatem, y el horizonte de la ilusión o de
la mentira, secundum mendacium. En este caso se intenta desviar y
sustituir el dinamismo nativo del hombre mediante un elaborado y
caprichoso artificio que lo repliegue sobre sí, según una propia imagen
arbitraria entre otras tantas equivalentes, secundum hominem. Pero
incluso así, dividiéndose uno del otro según la propia concepción
imaginativa, no puede el yo eliminar su ontología originaria de la que no
es el autor y que, por eso, “no es en sí misma mentirosa, aunque pueda ser
vivida para la mentira: non quia homo ipse mendacium est, cum sit eius
auctor et creator Deus [sed quia] secundum mendacium vivit” (Idem).
La
violencia para consigo mismo y entre los hombres anida en esta
abstractización o vaciamiento inflacionario de sí mismo – superbiam
– que, desechando el dato ontológico o don originario del propio ser-dado,
en vez de empuñar el arte existencial de hacerlo crecer afirmativamente en
relación al ideal, al ser, se afirma a sí mismo, utópicamente, en
contraposición a él. Esta posibilidad de vivir la propia humanidad Agustín
la denomina también vivir según la carne, secundum carnem, lo que
nada tiene que ver con el quedarse sólo con la parte material del hombre,
ya que en este caso “por carne se entiende la totalidad del hombre, a
carne intelligitur homo” (Idem,
XIV, 4, 2). Vivir
según la carne es una toma de posición espiritual. Más radicalmente aún, ¿en
qué consiste esa soberbia mendáz de vivir según la carne y en qué sentido
ella se comporta como la raíz de la división y de la violenta
contraposición en el hombre y entre los hombres? ¿Hay alguna subterránea
alianza entre la violencia que surge de la voluntad de auto-afirmación y
la experiencia de la cercanía de la nada?
Para esclarecer el sentido de estas
preguntas vale la pena comentar este texto:
En su defección ya establecida en vicio [al
quedar estropeado el yo en su libertad, o sea, afectado por el pecado
original, donde el Mentiroso aprovechó el hecho de que el yo es
intencionalmente grande y sacado de la nada], aunque firmemente puesto en
el existir en cuanto hecho por Dios, sed vitio depravari, nisi ex
nihilo facta, natura non posset, quia a Deo facta est, el hombre no se
redujo a mera nada-vanidad [a pasión inútil], nec sic deficit homo, ut
omnino nihil esset, sino que, plegado hacia sí mismo inclinatus ad
se ipsum, llegó a ser menos de lo que era, minus esset, quam erat,
cuando estaba conscientemente vinculado a Quien plenamente existe, cum
ei qui summe est inhaerebat”. Por tanto, “existir plegado en sí
mismo, o sea, autocomplacerse [recusar el principio alterativo del placer],
esse in semetipso, hoc est sibi placere, ya no significa ser nada
sino ir aproximándose a la nada, non iam nihil esse est, sed nihilo
propinquare” (Idem, XIV, 13, 1).
Vivir según la mentira significa que cada
uno fabrica y pretende imponer “su verdad”, o cada un se separa del otro
como extraño en una indiferencia revestida de momentánea tolerancia,
porque fue descartada la posibilidad de referencia a la verdad en la
fuente común radicada en la exterioridad de lo real, abordada desde la
interioridad deproporcionada y exigente. Tanto una como la otra (interioridad
extrovertida y exterioridad dada hacia el encuentro con la interioridad
intencional) son en sí mismas portadoras de la estructura de
disponibilidad a la manifestación, a través de la acción y el movimiento,
expresivos de la presencia creadora del ser como acto de existir y de
hacer existir.
La inmoralidad fundamental en el hombre no
se aloja ante todo en la conducta moral sino en el conocimiento. “Vivir
según la carne” es, precisamente, la clausura monádica del yo y de su
sociabilidad consecuente, en el intento temerario de adueñarse del ser, de
eliminar lo imprevisto, estableciendo la sospecha y el resentimiento
respecto al emerger consistente de la alteridad de lo real. Pues ésta es
preconcebida como hostil al proyecto de autoafirmación de la mismidad. La
opción de “vivir según la carne” maltrata lo real porque lo conoce
reductivamente, partiendo del presupuesto de que el ser-dado en el yo
encarnado y en la realidad fuera de sí, es-nada desde el punto de vista
del significado, no da signos objetivos que guían, mediante la razón, al
hombre hacia su destino. Ni son el punto de partida positivo de toda
constructividad histórica, por lo que ésta se traduce en la violencia de
la utopía -lo contrario del ideal que guía desde dentro (eduxit) el
arte de desarrollar lo dado-, como presunción mítica del carácter
demiúrgico del poder. A la subjetividad hiperbólica le sucede, dentro de
la misma lógica, subjetividad denigrada. Esta construcción desde el vacío
ontológico se realiza en la dinámica de la “mala infinitud” propia del
nihilismo, ejercida sobre toda presencia reducida a mera facticidad. Esta
parodia de la ipseidad como autoafirmación comporta, según Agustín,
la más trágica de las desobediencias: la auto-contradicción existencial.
En efecto,
¿qué miseria hay más propia del hombre que
la desobediencia de sí contra sí mismo, nisi adversus eum ipsum
inobedientia eius ipsius, de modo tal que, por no haber querido lo que
pudo, quiere ahora lo que no puede, noluit quod potuit, quod non potest
velit? (Idem, XIV, 15, 2).
De
ambos términos de esta alternativa del deseo, de estos dos amores, también
surgen dos ciudades y dos formas de considerar a Dios en la existencia
terrena. “Encontramos pues en la misma ciudad terrena dos formas,
invenimus ergo in terrena civitate duas formas. Una que se indica con
esfuerzo sólo así misma autoafirmando su propia presencia, unam, suam
praesentiam demonstrantem” y rinde culto a sus dioses “para conseguir
victorias y gozar así de una paz terrena, no por amor al destino del
prójimo, charitate consulendi, sino por voluntad de dominio,
dominandi cupiditate”. La otra forma de vida política (sui generis)
nace como gratuita amistad comunional generada por gracia de Otro y en
ella se construye para la gloria del Otro. Y la gloria de este Otro es que
“el hombre viva” una vida que, desde aquí peregrina, es vida viviente para
siempre (vita aeterna vita vitalis est). Mientras tanto: “Los
buenos usan del mundo para gozar de Dios, utuntur mundo, ut fruantur
Deo; y los malos, al contrario, para gozar del dominio del mundo
quieren usar de Dios, ut fruantur mundo, uti volunt Deo” (Idem, XV,
7, 1). Si es que todavía se Lo reconoce, aunque en realidad no interesa
para vivir una vida buena.
Referências bibliográficas:
Arendt, H. (1993). La condición humana. (R.G. Novales, Trad.)
Paidós: Buenos Aires; Barcelona. (Publicación original en 1958).
Esposito, C. (1993). Quaestio mihi factus
sum. Heidegger di fronte ad Agostino. En L. Alici, R. Picolomini & A.
Pieretti (a cura di). Ripensare Agostino: interiorità e intencionalita.
(pp. 229-259). Roma: Institutum Patristicum Agustinianum.
San Agustín.
(1964). De
civitate Dei. Obras
de San Agustín. (Ed. bilingüe a
cargo de F. García). Madrid:
Biblioteca Autores de Cristianos.
(Original
del 413-426).
Notas
(1) Cf.
Ricoeur,
2000, p. 115 y ss.(volta)
(2)
trad. del
latín en el texto es, de aquí en más, de Aníbal Fornari.(volta)
(3) Cfr. San Agustín, 413-426 / 1964: De
civitate Dei, XI, 32.(volta)
(4) Cfr. San Agustín, 413-426 / 1964: De
civitate Dei, XVI, cap. 12 a cap. 36.(volta)
(5) Inluso la interpretación, por lo demás
provocante a pensar, de Martin Heidegger (1999), tiende a ocultar la
novedad filosófica radical de Agustín, estrechándola en algunos factores
significativos para su propia hermenéutica de la facticidad: Augustinus
und der Neuplatonismus. Véase al respeto el esclarecedor trabajo de
Costantino Esposito (1993): Quaestio mihi factus sum. Heidegger di
fronte ad Agostino.(volta)
(6)
Cfr.
también
San Agustín 413-426 / 1964:
De civitate
Dei,
XV, 2 y 5.(volta)
Nota
sobre el autor
Aníbal
Fornari, doctor en filosofía por las universidades La Sapienza y Lateranense de
Roma. Actualmente director y profesor del Doctorado en Filosofía en el
Departamento de Posgrado de la Universidad Católica de Santa Fe,
Argentina; profesor del seminario de ética y filosofía política en la
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del
Litoral e investigador del Conicet-Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas de Argentina. Línea de investigación: la cuestión de la identidad personal y
cultural exigente, en orden al protagonismo plural de la sociedad civil y
para una nueva dialéctica sociedad-estado, a través de San Agustín, Paul
Ricoeur, Charles Taylor, Emmanuel Levinas, Alasdair Macintyre, Hannah
Arendt, Michel Henry, John Rawls y Michael Walzer. Dirección: Laprida 5059, piso 11, CP 3000 Santa Fe, Argentina.
E-mail: afornari@ceride.gov.ar
Data de recebimento: 06/05/2003
Data de aceite: 17/10/2003
Memorandum 5, out/2003
Belo Horizonte: UFMG; Ribeirão Preto: USP.
http://www.fafich.ufmg.br/~memorandum/artigos05/fornari01.htm