Fornari, A. (2003). Memoria, deseo e historia: Acontecimiento del yo y alternativa de la libertad, desde San Agustín. Memorandum, 5, 05-17. Retirado em    /   /   , do World Wide Web: http://www.fafich.ufmg.br/~memorandum/ artigos05/fornari01.htm.
 

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Memoria, deseo e historia: acontecimiento del yo y alternativa de la libertad, desde San Agustín

 Memory, desire and history: the happening of the I and freedom´s alternative, since Saint Augustin

 Aníbal Fornari
Universidad Católica de Santa Fe
Argentina

Resumen

Agustín abre la problematicidad del sí-mismo, sacándola de la previa retracción “interiorista” y del mero análisis “objetivista”. La autoconciencia del yo como radical inicio, en la pulsión del deseo-de-ser y ante la presencia de la alteridad de lo real en la memoria del ser como acción de existir y de hacer existir, es su definitivo aporte, como también lo manifiesta Hannah Arendt. A partir de un preciso y excepcional encuentro humano se hace inteligible una nueva trama del tiempo como acontecer histórico. La genialidad de Agustín es relanzada a discernir y revalorizar su tradición greco-romana y, con ello, toda otra posible tradición. La experiencia de la historicidad supera la tendencia al nihilismo como sin-sentido del tiempo y la existencia histórica es centrada en la alternativa de la libertad y en el protagonismo de la persona, entre el cumplimiento de la exigencia de felicidad y la libido dominandi.

Palabras clave: San Agustín; memoria; deseo; historia; libertad

Abstract

Augustin opens the problematicy of him-self, taking it away from the previous “interiorist” retraction and from the mere “objectivist” analysis. The self-conscience of the I as radical beginning, in the impulse of the desire-of-being and before the alterity’s presence of the real in the memory of the being as act of existing and to make exist, is its definitive contribution, as it is also manifested by Hannah Arendt. Starting from a precise and exceptional human encounter, time  becomes intelligible as a historical event. Augustin’s geniality is proposed, once again, to discern and re-evaluate its Greek-Roman tradition and, with it, all other possible traditions. The experience of the historicity surpasses the tendency of fatalism as the non-sense of time, and the historical existence is centered in the alternative of freedom and in the protagonism of the person, between fulfillment of the exigence of happiness and the libido dominandi.

Keywords: St. Augustinus; memory; desire; history; freedom.

 

1. Problemática experiencia de sí mismo y memoria del ser

Ricoeur (2000) sitúa a Agustín, sobre todo el de las Confessiones, en la tradición de la mirada interior (1). En realidad, el joven literato filosofante afro-romano, que vive en la bisagra del siglo IV-V, adquiere esa mirada interior abierta, no ya plegada al juego subjetivista sino consciente de su fuerza intencional y de su referente objetivo, tras un encuentro decisivo que lo conduce desde el reconocimiento de la unicidad dramática del yo-encarnado, a la mirada crítica sobre el conjunto de la historia, en De civitate Dei (San Agustín, 413-426 / 1964). Acontecimiento único, que se da en un encuentro humano y se manifiesta como totalizante de todas las búsquedas y encuentros precedentes, posibilitando que Agustín coloque en términos filosóficos nuevos y rigurosos la problemática experiencia de la existencia personal y de la misma humanidad histórica. ¿Desde qué precedente Agustín se había antes concebido lo que debe ser una subjetividad filosófica “académica”? Trae un sentido de la criticidad filosófica como preservación sistemática de todo compromiso con la verdad, en cuanto se entiende que la búsqueda filosófica, para ser tal, debe presuponer que no hay nada que encontrar. O si lo hay, es preciso resguardarlo a una prudente distancia, declarando su absoluta inaccesibilidad, sólo traspasable mediante opciones extrañas a la razón. En su primer documento autobiográfico recuerda que, al abandonar “a los maniqueos –sobre todo después de haber atravesado este mar [llegado a Roma]-, los académicos tuvieron largamente el timón de mi nave, en la lucha contra todos los vientos” (San Agustín, 386 / 1979: De vita beata, 1, 4) (2). Presentía que “a través de muchos siglos y muchas controversias se ha configurado, según mi entender –dice Agustín-, una enseñanza común de la verdadera filosofía” (San Agustín, 386 / 1970: Contra Academicos, 3, 19, 42). Platón y Aristóteles, Plotino y Porfirio, más allá de sus acentos y diferencias interpretativas, reconocen algunas verdades básicas comunes y concuerdan en que el ímpetu interior potente del intelecto humano hacia la verdad es correlativo a una capacidad de recibir la manifestación de aquello que es en realidad. Más allá de las propias opiniones y previsiones, la verdad sólo puede irrumpir por sí misma desde la inagotable exterioridad de lo real.

Los académicos habían consagrado la posición metódica para regular esa tensión del yo a la verdad, preservándose mediante la duda en la afirmación intelectual de sí-mismos. “Tenía la idea –dice Agustín- que los más talentosos de todos los filósofos fuesen los académicos, en cuanto habían afirmado que es necesario dudar de toda cosa y habían sentenciado que para el hombre la verdad es totalmente incognoscible” (San Agustín, c.398 / 1968: Confessiones, V, 10, 19). Para el escepticismo académico, auténtico filósofo es quien argumenta manteniendo la neutralidad respecto a contenidos comprometedores porque últimos y que, siendo tales, no pueden ser regulados desde una instancia de control previsible por la sola razón, reducida a capacidad de interna de auto-justificación. Desde tal equívoca postura, la sabiduría sería, extrañamente, buscar la verdad sin esperanza de encontrarla, auto-conformarse en la reflexión pura, sin referencia. Los académicos presuponen, como si fuese obvio, que el encuentro cierra el deseo que movió a la búsqueda. Ahora bien, ¿qué tipo de subjetividad y qué tipo de encuentro con la verdad tiene en cuenta este escepticismo académico? Se trata de una concepción abstracta de la subjetividad y solipsista de la razón. Tras la huella de Agustín, dice Hannah Arendt (1933 / 1999, p. 111):

Si el pensamiento retorna sobre sí mismo y encuentra como único objeto la propia alma, si se vuelve reflexión, entonces conquita de todos modos una apariencia de poder ilimitado, en la medida en que permanece racional, porque se aisla del mundo, se desinteresa de él y, protegiéndolo, se pone frente al único objeto ‘interesante’: la propia interioridad. [...] La realidad no puede traer ya nada nuevo, la reflexión ha ya anticipado todo. (En Rahel Varnhagen, the life of a jewess).

Por un tiempo Agustín transitó también este callejón sin salida, que devalúa los aportes gnoseológicos de la sensibilidad corporal y la forma propia aportada por los contenidos de conocimiento que vienen desde afuera. Pues, en efecto, desde la alteridad de lo real, nutriente del íntimo deseo de ser, se mueve la razón como apertura al encuentro y al juicio sobre su correspondencia (adequatio). El academicismo, antiguo y actual, enfatiza unilateralmente el aspecto metodológico apriorístico y dialéctico-argumentativo de la razón, a fin de que la subjetividad se asegure a sí misma como último tribunal de toda posible y legítima manifestabilidad del ser. Continúa al respecto H. Arendt (1969 / 1999, p. 29):

Todas las concepciones por las que el hombre se crea a sí mismo, tienen en común una rebelión contra los mismos datos de hecho de la condición humana. Nada más obvio del hecho que el hombre, sea como perteneciente a la especie, sea como individuo, no debe su existencia a sí mismo. (En On violence).

Nuestra reflexión avanza desde este primer paso, a mostrar que no sólo el hombre no se debe la existencia a sí mismo, sino que tampoco se debe a sí mismo la autoconciencia de ser él, cabalmente, un “yo”. Y la trayectoria intelectual de Agustín es, también en esto, ejemplar.

Agustín concibe la “interioridad” como apertura máxima a la exterioridad hasta la alteridad infinita, desde la finitud del ser-dado. La interioridad se manifiesta en la experiencia de la propia vida como desproporción, como cuestión: “me volví pregunta para mí mismo – mihi quaestio factus sum” (San Agustín, c.398 / 1968: Confessiones, X, 33, 50). La experiencia del sí mismo como pregunta implica “sorpenderme en el estupor –stupore aprehendit me” (Idem, X, 8, 15), atravesado por la aporía de la memoria, que también es olvido y tensión condicionada por lo negativo, paradójicamente presente en la memoria: “memoria retinetur oblivio – en la memoria se conserva el olvido” (Idem, X, 16, 24). El yo es la tensión de su memoria, en la que se hace quasi presente la propia mismidad vivida como tarea de volver a encontrarse consigo mismo, “mihi et ipse occurro meque recolo” (Idem, X, 8, 14). Sin embargo, el yo no puede alcanzar por sí su sí-mismo, ni aferrar todo lo que en sí-mismo es. Soy inconmensurablemente más de lo que se de mi. El saber de mi mismo no es sólo lo que ya objetivamente se y poseo de mí. Es también lo que olvido y, sobre todo, mi relación constitutiva con la misteriosa presencia del Ser (cuyo rostro quiero ver, pues el correlato del yo sólo puede ser el fondo del Ser como Tú, no como masa neutra). Esta relación es lo que se de mi con mayor certeza desbordante: “Tú, te amo –Domine, amo te”; pero, a quien amo, entonces, cuando te amo? -Quid autem amo cum te amo?” (Idem, X, 6, 8). Lo que amo es a Ti, o sea, la felicidad, “la plenitud de la vida para mi –vitam beatam quaero” (Idem, X, 20, 29). Para Agustín, buscar a Dios es buscar la Vida en la plenitud de su realización, no como algo genérico sino como algo mio, incluyendo las relaciones que mi vida asume. De ahí que, la pregunta que yo mismo soy, se torna imploración: “Quién soy yo, mi Tú? ... Dónde te encontraré? –Quid ergo sum, Deus meus?... ¿Ubi te inveniam? (Idem, X, 17, 26). La memoria es el vasto campo del transire, del atravesamiento en el tiempo que me es dado, donde se resguarda la experiencia del feliz encuentro que abraza a todas las experiencias retenidas y olvidadas. El encuentro privilegiado con “la alegría de la verdad –gaudium de veritate” (Idem, X, 23, 33), esa verdad que coincide con el tú-mismo de mi yo -gaudium de te, qui veritas es, alcanza toda su potente evidencia en un encuentro histórico, externo y excepcional, en el que se verifica como auténtico signo, la referencia íntima del yo al Ser. Esto es una posibilidad dada a cada uno, sobre la base de la inevitabilidad de la relación a la verdad, pues aún cuando el hombre en su libertad se equivoque rechazándola u odiándola, no puede sino amar la verdad, aún inconscientemente, pues su mismo rehazo existe subjetivamente como homenaje a la verdad, y a lo que ilusoriamente se tiene por verdad.

2. El yo como inicio y la libertad

La libertad es la traducción de la infinitud del hombre, la que se descubre en la finitud que el hombre experimenta. La razón humana, respetada en su dinámica originaria, hace cuerpo con el conjunto de la existencia humana concreta en cuanto respira, como ninguna otra forma de existencia en el mundo, de la exterioridad infinita del ser y de ese modo experimenta la libertad y se libera de la ilusión autárquica.

El que del dato –ya sea la realidad del mundo o la imprevisibilidad del otro hombre o el dato de hecho que no me hice a mí mismo- se vuelve el trasfondo sobre el que se destaca la libertad del hombre, el material que inflama esta libertad. Que yo no pueda reducir lo real a lo pensable – insiste H. Arendt-, he aquí el triunfo de la libertad posible. O, paradojalmente: sólo porque no me hice a mí mismo puedo ser libre; si me hubiese hecho solo, habría podido preverme y, de tal modo, habría perdido la libertad (Arendt, 1946 / 1998, p.75).

En un sorprendente pasaje final del capítulo referido a la irrupción del hombre en el universo, Agustín (413-426 / 1964: De civitate Dei, XII, 20, 1, 2, 3), discutiendo la concepción neoplatónica y gnóstica de las almas eternas sometidas a la decadencia de las sucesivas reencarnaciones - de modo que el origen del mal radicaría en la corporeidad -, se refiere a la contradicción que esto implica respecto a la admirable positividad de la singularidad y de la pluralidad humanas. La alteridad y distinción que el hombre comparte con los seres, en él “se convierte en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de seres únicos”, dice Arendt (1958 / 1993, p. 202). Esta autoconciencia filosófica de la realidad humana inicia sólo con Agustín, desde la pertenencia histórica a la que accede mediante su conversión. La personal referencia al Ser y la ineliminable e insaturable exigencia de felicidad que invisten al yo concreto, es la raíz de la singularidad y de la libertad. Lo que se contrapone a la mecánica innatural de aquellas almas impersonales que circulan fatalmente, ab aeterno, desde un sitio trascendente hacia la miseria y la corrupción corporal y terrena, para desde allí iniciar una accesis de liberación, posible a unos pocos que así reinician, mediante la negación de la pluralidad, la inserción en el ciclo de lo eterno-uno. La trascendencia impersonal del alma es afirmada y en ello se atisba la excepcionalidad de lo humano, pero como un extraño que está innaturalmente en el mundo. El nacimiento mismo de cada yo carece, en tal contexto espiritual, de significado como acontecimiento ontológico, como inicio de algo nuevo en el mundo que debe portar consigo al mundo, hacia el Destino que supera la fatalidad, incluso moral, gracias al perdón que introduce en la historia la esperanza y realiza el renovado re-inicio.

Para Agustín, la condición ontológica de toda acción y de toda posible iniciativa y responsabilidad es que el agente sea realmente él mismo un inicio. Más aún, si el inicio no reacontece siempre de nuevo el mundo mismo es un conglomerado para nada, porque sería para nadie, no llegaría al nivel de la significatividad y carecería de dirección como universo de álguien hacia álguien. El hombre, dice Agustín, fue hecho en un mundo ya “principiado”, para que haya siempre un inicio, para que se verifique el acto creador que lo sostiene, a través de una conciencia que lo retome:

quod initium eo modo antea numquam fuit. Lo que es inicio nunca fue así antes. Hoc [Initium] ergo ut esset, creatus est homo. Entonces, para que haya un inicio fue creado el hombre, ante quem nullus fuit, antes del cual no hubo nada (San Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, XII, 20, 4).

Si la palabra “yo” debe ser tomada en serio, no puede menos que referirse al dato excepcional de un existente singular irreductible a la totalidad de sus antecedentes cósmico-biológicos. Como nota H. Arendt (1958 / 1993, p. 267, nota 3), Agustín

empleaba la palabra initium para indicar el comienzo del hombre [de cada hombre] y principium para designar el comienzo del universo (...). Como puede verse (...) la palabra principium (3) tenía para san Agustín un significado mucho menos radical; el comienzo del mundo 'no significa que nada fuera hecho antes (porque los ángeles existían)', mientras que explícitamente añade (...) con referencia al hombre, que nadie existía antes de él.

El concepto de iniciativa, en su peso real y responsabilizante, sólo es inteligible como acción que se auto-imputa álguien, el quién de la acción, cuya autoconciencia acontece cuando el agente advierte que nadie puede sustituirlo en ese nuevo inicio que lo hace creativo e imputable. Por eso mismo, la acción es iniciativa y lleva en sí misma la posibilidad de iniciar algo nuevo, como origen, como significatividad y como expresión, aún bajo la apariencia de una acción banal, de un movimiento dentro de una serie ya conocida o de un acto repetido. Y no se trata de un énfasis sobreagregado. Es la estructura intencional de toda acción como establecimiento puntual de una relación con el mundo que ante todo es una relación con el otro, con la insondabilidad del yo del otro y, desde esa referencia, con las cosas, los instrumentos, los elementos y el universo. La estructura intencional de toda acción brota de la infinitud del deseo que atraviesa el acto determinado, la iniciativa finita. En la relación concreta con los otros y con las cosas que establece la acción, se juega la posición total de la libertad: como apertura de la relación en su punto de fuga que la recrea hacia el Infinito, o como cierre de la relación sobre sí misma hasta el desgaste y la insignificancia. Entonces, la acción tiene la estructura del gesto-oferta, que comunica el significado a través del acto limitado en medio de la circunstancia, o de la ofensa que clausura la comunicación en la instrumentación despótica. ¿Cómo ha sido fácticamente posible este salto fenomenológico, desde la natural o creatural constitución ontológica originaria del yo, a la autoconciencia histórica de tal constitución creatural?

3. Auto-conciencia del yo e historicidad

Agustín realiza el pasaje a la autoconciencia del yo a través de la exepcionalidad de un encuentro educativo que –en medio de su académico discurrir dialéctico y sin poder no obstante censurar la amplitud pulsional del deseo de verdad y felicidad- lo sorprende como factor de humanidad nueva, ella misma referida a la verdad de un hecho histórico, crucial y singular, que la instituye: el hecho cristiano encarnado en la persona del patricio romano Ambrosio de Milán. El salto del no-yo al yo es generado por un tú accesible y diverso, no por un razonamiento doctrinario e interiorista acerca de la verdad tomada en abstracto. El impacto de un preciso encuentro totalizante que atrae porque en él se intuye la correspondencia con el propio deseo-de-ser. El yo se mueve hacia su auténtico sí-mismo, hacia su ipseidad, cuando es tomado en serio por un tú educador que lo hace saltar a la autoconciencia. El siguiente fragmento descriptivo es revelador de cada uno de los conceptos recién vertidos:

Así vine a Milán –dice Agustín- donde estaba Ambrosio, conocido por todo el mundo como uno de los mejores hombres [circunstancia espacio-temporal precisa que se torna significante por la atracción de una presencia intuida en su diversidad y grandeza]. (...) Aquél hombre de Dios [excepcional porque implica y visibiliza el Destino] me recibió paternalmente y, como buen obispo, se mostró muy contento por mi visita [el encuentro es acontecimiento porque en él Agustín es reconocido como único]. Yo, por mi parte, comencé a amarlo no como maestro de la verdad (yo no esperaba encontrarla en Tu Iglesia) sino como una persona bondadosa conmigo [la adhesión totalizante que cambia no es ante todo a una doctrina sino a una presencia]” (San Agustín, c.398 / 1968: Confessiones, V, 13, 23).

El hecho cristiano se presenta como método en la unidad de forma y contenido. El encuentro provoca la conversión a la verdad de sí-mismo, abre la propia originalidad y desata la personalidad humana y filosófica de Agustín. La perspectiva reflexiva universal de la filosofía le hace asumir y profundizar ese dramático pasaje existencial del no-yo al yo desde un tu/Tu (minúscula y mayúscula son en este método indisociables) que impulsa conjuntamente a su persona toda, también la genialidad intelectual de Agustín. Él profundizará luego, llevado por las exigencias más graves de las circunstancias, en la dimensión histórica de ese salto ontológico-fenomenológico personal, en De civitate Dei, mostrando la condición, no sólo personal sino también histórico-trascendental de posibilidad de ese inicio de la conciencia histórica.

Una transformación auténtica y novedosa de la filosofía, realizada críticamente y dejada abierta sobre su potente tronco histórico precedente, es correlativa al alcance ontológico de un dato nuevo que acontece en la experiencia y embarga a la razón. La antigua filosofía greco-romana evidenció, también para Agustín, la efectividad del camino humano a la verdad, junto a los trágicos límites para acceder realmente a ella, y la alta razonabilidad de una posible e imprevisible iniciativa reveladora y salvífica desde la fontal bondad del Ser, considerado racionalmente en su unidad última inaccesible pero religante. Una articulación entre la perspectiva antropológico-existencial de Confessiones y la perspectiva histórico-política del De civitate Dei, muestra la articulación que Agustín hace entre su experiencia previa de intelectual romano y su decisiva posterior experiencia de maestro de un pueblo nuevo abierto a todos, con su asunción de la filosofía greco-romana en el más vasto y apremiante horizonte de la historia de la liberación de la humanidad a través del Pueblo de Dios, hebreo primero y selecto, y luego cristiano y ecuménico. En De civitate Dei adquiere relevancia epocal ese individuo humano que precede, prefigura y anticipa la centralidad del Hecho cristológico. Éste coloca en la historia la pretensión personal de ser el lugar singular asignado por el divino cumplimiento de la espera de plenitud humana, prometida a la naturaleza misma del yo e históricamente revelada y definida en su contenido divino-humano personal. Abraham (4), es ese particular en sí mismo insignificante, extraído y convocado a una misión propedéutica respecto al cumplimiento de la promesa dirigida a cada yo singular y de significación universal, como inicio del advenimiento de la plenitud del tiempo. Ninguna filosofía de la historia que se precie puede omitirlo.

A partir de Abraham comienza a evidenciarse pedagógicamente el contenido determinado de la promesa que desde el inicio e indeterminadamente urge como espera en el corazón del yo y a la que éste, adueñándose, pretende determinarla y responderla por sí mismo. La educación en la autoconciencia del yo, en el pasaje del no-yo al yo, es un largo camino en el que la fidelidad divina no se ahorra ninguna de las peripecias, vicisitudes y claudicaciones humanas, para poner la promesa salvífica histórica a la altura de la amplitud y profundidad de la dramática lucha en el hombre y entre los hombres, distanciados de la grandeza de su Destino. Abraham, recluido en lo colectivo bajo la hegemonía de la etnia, adaptado al terruño doméstico, es reclamado a levar anclas para constituir una nación diversa en su designio y trans-étnica en su abarcamiento: en él serán bendecidas todas las naciones de la tierra. La extrema puesta a prueba de la confianza de Abraham, razonable y arriesgada, en Quien lo llama y conduce, es correlativa a la excepcionalidad de su misión. Lo atestigua la dramática relación con su hijo Isaac. Su designio “político” (un pueblo) es personal y universal, y tiene como condición la confianza total en Quien le ha dado pruebas empíricas de confiabilidad, signos reales. El nuevo criterio es que “el justo vive de la fe”, de la confianza hasta la polémica en el Otro que le es maestro. Esto contrasta metodológicamente con los tres grandes imperios florecientes (greco-sicionio, egipcio y asirio – en Europa, África y Asia) que lo rodean,  y que por ser “sociedad de los hombres que viven según el hombre” (San Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, XVI, 17), hacen lo que pueden para darse la felicidad y tratan de garantizar su existencia mediante el poder, que siempre cae en la ilusión determinada por la libido dominandi.

Porque de él no surgió la iniciativa, sino la adhesión a la elección dirigida a él, Abraham accede a la conciencia de ser realmente ese unicum que cada hombre, aún desconociéndolo, también lo es. Por una preferencia que lo acompaña y lo hace protagonista de una historia, asumiendo todos sus vínculos humanos concretos, Abraham es introducido por la presencia, la palabra y la iniciativa de Otro en la experiencia de una sociabilidad nueva, de un pueblo definido por la irrenunciabilidad a la exigencia de felicidad. La acción humana se revela aquí, ante todo, como adhesión a la positividad del ser y la palabra como capacidad de responder. Así, como recuerda Hannah Arendt, se cumple el designio de que

el discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, (...) los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino qua hombres. Esta apariencia, diferenciada de la mera existencia corporal, se basa en la iniciativa; pero en una iniciativa (el appetitus beatitudinis) que ningún ser humano puede detener y seguir siendo humano. (Arendt, 1958 / 1993, p. 200).

Tanto el nacimiento del yo cuanto el acceso a su autoconciencia implican la presencia y la iniciativa de un Tú/tú que, con palabras puntules y signos empíricos, provoca al yo a tomar en serio, esto es, con un juicio dentro, su appetitus beatitudinis, su despertado apetito de felicidad.

Agustín es el genio de la singularidad del yo-corporal, pero abierta a lo universal, a través de la experiencia existencial del tiempo y de la epopeya de la libertad en su dimensión histórica y política. La convicción de que el conjunto de la historia tiene un sentido, comienza a dar forma a una nueva síntesis cultural que, desde la creación del mundo y del hombre, retomada y liberada por la Presencia histórica y personal del Ser, abraza en su perspectiva a la humanidad, caída en la fatalidad del eterno retorno. Pues el yo, como inicio e iniciativa, despertado desde el encuentro y el llamado histórico del Ser que se presenta como un tú inmediato, es extraído (no se extrae por sí mismo) de la inmersión en la etnia y en la pólis (por las que se percibe como mera parte del despliegue de la totalidad cósmico-biológica y social). Esto exige una revisión radical en la interpretación de Agustín como un caso más de las platónicas filosofías de la subjetividad (5). La unicidad irrepetible del yo encarnado no es intimista y cerrada sino condición fundamental de una auténtica vida política que ya no puede ser concebida en la dialéctica todo-partes sino como convivencia y totalización abierta de totalidades libres y capaces de protagonismo personal e iniciativa asociativa, sin dejarse subsumir por el poder del estado.

Con respecto a este álguien que es único cabe decir verdaderamente que nunca nadie estuvo allí antes que él. Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer [como un yo], si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales. (Arendt, 1958 / 1993, p.202).

4. Unicidad del yo, memoria del ser y dramaticidad de la historia

La trayectoria de la libertad es dramática porque significa una cierta extraterritorialidad frente al Ser, que se decide ante la presencia y la propuesta de Él llega, por una trama de encuentros y a través de la realidad dada, hacia nosotros. Crear es la acción de la libertad del Ser como Tú que se co-extiende al yo y lo reivindica, hasta el punto de cargar con la posibilidad de que esta libertad creada se vuela contra Él, en el olvido y la violencia. El acontecimiento de la Revelación, desde Abraham, es precisamente un volver a insinuarse el Rostro generoso y misericordioso del Ser que se abaja hasta la libertad humana, para rescatarla de la fatalidad. La renuncia al propio arché, a la autoconciencia del inicio como unicum, fragmenta y distrae esa pulsión constitutiva hacia la verdad de sí-mismo, radicada en la intencionalidad del yo como demanda de felicidad, que desencadena la acción. El deseo de felicidad, de plenitud ontológica de la existencia, es determinable reflexivamente en su direccionalidad pero indeterminable en su concreción mediante el solo discurrir de la razón. La impaciencia del deseo tiende a renunciar a la espera activa e inclina a “hacerse felices por sí mismos” (a se ipsis beatificari), como dice Agustín. El nexo con el Infinito, que constituye creacionalmente el ser originario de la libertad humana, está históricamente inclinado, por concesión original de la libertad tentada, a la trampa de plegar ese nexo sobre sí-misma, anulando la dirección alterativa de su estructura intencional. La libertad decide adherir o no adherir al ser, pero lo decidido incide inevitablemente sobre ella. La estructura esencial originaria del deseo-de-ser, cuyo ímpetu bien conoce Agustín, no puede ser anulada porque es creada. Pero la libertad puede en cada caso desvincularse existencialmente de su fuente en el nexo con el Infinito. El estado de naturaleza caída (status naturae lapsae) es la condición histórica del yo, plegado sobre su auto-idealización y distraído del principio de realidad. El intento de a se ipsis beatificari se desdobla entre dos formas de auto-afirmación ilusoria: por un lado la fragmentación esclava del deseo de felicidad, en el conformarse a la multiplicidad de objetos que distraen a la libertad en la sumatoria superficial de lo finito, y por otro, la circularidad del deseo en la voluntad de poder que pasa por encima del yo en la libido dominandi (voluntad de poder). San Agustín experimentó precisamente la magnitud de un encuentro humano que reabría para la exigencia de felicidad una nueva esperanza real, más alla de esta bifurcación fatal.

La íntima desproporción bipolar entre infinitud y finitud en el yo-encarnado, constituye el cor inquietum que, desde el inicio de las Confessiones (San Agustín, c.398 / 1968), permanece como signo inextirpable para la memoria del arché y para la espera del télos. En el adecuado juicio de la razón dentro de la experiencia del deseo se juega la identidad del yo como ipseidad. El reconocimiento del yo en cuanto tal y según el calibre de su inquietud, se concentra en esta intuición poética, empírica y reflexiva de Agustín: fecisti nos ad Te (Domine) et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te, nos hiciste para Ti (nuestro único Señor) y nuestro corazón está inquieto mientras no te encuentre y repose en Ti. Este enunciado contiene una serie de momentos lógico-ontológicos. 1) La conciencia judicativa de existir desde y hacia Otro como inicio e iniciativa intencional (cor fecisti ad). 2) La pluralidad universal del yo como sujeto del discurso respondiente (nos-nostrum). 3) La racionalidad de la referencia a la presencia de un solo último interlocutor adecuado al yo, que constituye su inicio y lo signa intencionalmente (fecisti nos ad Te). 4) El deseo racional como desproporción vivida (cor inquietum est) y la contradicción irracional de que, en forma idealista, pretenda proporcionarse a sí mismo por sí mismo (donec, el ‘por tanto’ lógicamente concluyente, requiescat in Te). 5) La referencia intencional al Infinito (ad Te Domine, no menos) sustenta la libertad de un existente finito, que no está hecho para someterse a cualquier ente homogéneo, sino sólo a una alteridad eminente y excepcional que lo afirme en su destino como un yo, manteniendo la proximidad y la diferencia, esto es, la participación y la analogía. 6) El dinamismo existencial del yo-corporal se mantiene en su lealtad para con la propia constitución originaria, buscando su identidad como ipseidad, es decir, en una alteridad adecuada a los dos términos de su desproporción estructural; sólo corresponde al yo un tú (donec requiescat in Te) creador de su existencia como iniciativa y, por tanto, posibilitador de una relación adecuada con el sistema del cosmos y la dramaticidad de la historia. 7) La dramaticidad como resultante de la imprevisibilidad del camino a la meta cierta y de la imprevisible manifestación del Rostro del destino inevitable; el encuentro que posibilita el hallazgo de la ipseidad humana existe en la asimetría constituyente yo-Tú y desde la propia asimetría interna al yo entre infintud intencional y finitud fáctica, generativa del movimiento hacia la totalidad; por ende, es un encuentro que se resuelve y realiza sin agotarse, sino ante todo acrecentánose, tal como en toda auténtica relación interpersonal. 8) La positiva dramaticidad no quita la posibilidad de lo trágico porque la libertad ha quedado históricamente inclinada a establecerse en el equívoco ontológico. Estando intencionada al Ser, se inclina hacia la nada tras una propia imagen del ser. Y esto como posición fundamental ante lo real y no meramente como conducta moral circunstancial. Por eso, en el corazón del hombre y en la historia, se da la grave tensión en el instante y en toda circunstancia de la vida, entre “dos amores”, que potencialmente fundan dos despliegues de la personalidad y, consecuentemente, “dos ciudades”, “civitates duas, amores duos” (San Agustín, 413-426 / 1964: De Civitate Dei, XIV, 28). (6).

Tal es la gravedad originaria de la libertad. Ella comporta una extraterritorialidad respecto al ser, la posibilidad de confirmarlo como raíz de su existir o denegarlo, como si no existiera. Sin embargo, esta alternativa de autodeterminación del deseo no es equivalente ni escapa al juicio crítico de la razón si se considera la centralidad de la categoría de felicidad como horizonte intencional permanente del yo-en-acción, que posibilita y permanece –aunque en modos diversos- en ambos términos de la alternativa de la libertad. Se pregunta Agustín en referencia a su propio contexto cultural, “acerca de la felicidad que los romanos, veneradores de muchos dioses, se olvidaron de honrar, cuando la Felicidad es la única capaz de satisfacer a todos, felicitas, cum pro omnibus sola sufficeret”. Pues

¿quién elige algo por otra cosa, quis optat aliquid propter aliud, que no sea para hacerse feliz, quam ut felix fiat? ¿Quién, queriendo recibir algo último y total, aliquo deo, no quiere aceptar sino la felicidad, nisi felicitatem velit accipere, o aquello que piensa que pertenece a la felicidad, vel quod ad felicitatem existimat petinere? (San Agustín, 413-426 / 1964: De Civitate Dei, IV, 23, 1).

Sucede que sólo demasiado tarde y por poco tiempo se les ocurre a los hombres reconocer y honrar a la felicidad en sí misma, manteniendo su dirección, que es lo único que une realmente a los hombres,

porque ella puede estar con todos si es divina -habet in potestate cum quo homine sit -habet autem, si dea est, de modo que... es irracional-insensato, quae tandem stultitia est, pedirle a un ídolo lo que puedes impetrarle a ella misma, quam possis a se ipsa impetrare” (Idem, IV, 23, 4).

El mal se decanta como concesión a una irracionalidad fundamental, como deslealtad a sí-mismos. Es preferencia por la ilusión de ser felices con algo que es ontológicamente demasiado poco para el hombre. Si lo que más se desea y necesita no resulta de una autoproducción, entonces, no se trata de buscar sustitutos menores e ilusorios, sino de mantenerse en la exigencia del deseo atento a discernir el acontecimiento total del Otro que lo cumple.

La exigencia de felicidad, por su misma naturaleza pulsional unificante, ipsa suadente natura, reclama a la razón a iluminar su dirección, sin dejarlo arrastrar por la “multiplicidad superflua de ídolos, aliorum deorum superflua multitudine” (Idem, IV, 23, 4). El mismo Rómulo, deseando fundar una ciudad feliz, felicem cupiens condere civitatem, se ocupó de muchas otras cosas menos de ésta y, por eso, tuvo que empezar asesinando a Remo para imperar en la naciente Roma. La razón humana direccionada a la verdad exige “honrar a la única diosa felicidad por sobre todos los demás ídolos, deam felicitatem super deos caeteros honorare” (Idem).

Ahora bien, la felicidad no es diosa porque es la exigencia de plenitud de existir, interna a nosotros, puesta por Quien nos hace a nosotros. Es el índice de la gran Presencia que, por haberse dado a sí-misma haciendo la libertad y la racionalidad encarnadas al hacer al hombre, se quiere hacer encontrar, ahora, tras la caída humana, encarnadamente por el hombre y con ellas (razón y libertad).

Pues si la felicidad no es diosa, lo que es cierto, sino que es don de Dios, munus Dei, entonces búsquese a ese Dios que pueda darla, ille Deus quaeratur, qui eam dare possit, y déjese a un lado la vana multitud de ídolos, ya que es propio de los insensatos dejar de lado a quien da esos dones, endiosándolos y ofendiendo con obstinación y soberbia a su dador (San Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, IV, 23, 4).

La felicidad, como certeza inscripta en el yo-encarnado, del encuentro con quien la realiza, la puede otorgar ese Dador dándose a sí-mismo y no apenas dando sus dones. Ello también implica desear esperando que se manifieste, aceptando el designio siempre más grande que el previsto por la razón humana, que tiende a conformarse, irracionalmente, con los dones antes que con su Dador.

En el politeísmo de las apuestas humanas a la felicidad hay algo de verdad. Agustín averigua la razón de ese politeísmo cultural que “se apega como a dioses a los que son consiguientes dones divinos, inter deos colant ipsa dona divina” (Idem, IV, 24). La condición humana caída, la humana infirmitas, no anula el corazón del hombre. Lo que se evidencia en quienes aún no lo han dejado endurecer en demasía, quorum cor non nimis orduruit. El yo de corazón vivo se da cuenta, sensit, que el carácter divino de la exigencia de felicidad, en medio de los graves y distractivos avatares de la vida, sólo puede ser correspondida en serio y hasta el final por algún Dios, aliquo Deo. Cada uno tiende a nombrarlo según lo que parcial y contingentemente más le interesa para ser feliz. Pero al sustiuir lo divino por su dones, en realidad confiesa la insuficiencia de los dioses inventados por la proyección imaginativa del yo. En realidad, todos “los hombres ignoraban el nombre de quien les daría la felicidad, quia eius nomen a quo daretur felicitas ignorabant” (Idem, IV, 25). Sólo se conoce ese nombre si el Ser se manifiesta puntualmente y se hace accesible a la experiencia humana. Ante el Hecho presente lo más racional es que el yo detenga sus variaciones imaginativas conjeturantes y también su escepticismo sobre lo divino, que contradicen y censuran el deseo de la razón. La infelicidad es consecuencia de esa debilidad querida, de esa desafección por la verdad que, en realidad, es una desafección ante todo por sí mismo (ipse). No puede menos que instalarse en la infelicidad

quien se prende a la felicidad como a una diosa, tamquam deam felicitatem colit, pero deja de lado, relinquit, a quien ontológicamente puede dársela, tal como quien prefiere quedarse con su hambre lamiendo un pan pintado, para no pedirle el buen pan a quien verdaderamente lo tiene para dárselo (Idem, IV, 23, 4).

5. Deseo de ser, alternativa histórica y nihilismo

La opción fundamental inherente a la dignidad de la libertad se juega, entonces, en esta alternativa totalizante ante la realidad cotidiana: vivir pertinazmente según las medidas que puede imponer la propia subjetividad como si fuese dueña del ser, esto es, existir secundum hominem, o vivir desde lo que está auténticamente dado, desde la verdad del ser manifiesta en el ser del hombre ante la presencia de la realidad, secundum veritatem. “Pues el hombre está bien hecho, factus est rectus, para que no viva ya según sus proyectos, ut non secundum seipsum viveret, sino según aquél de quien está hecho, sed secundum eum a quo factus est, viveret” (Idem, XIV, 4, 1). La ipseidad humana se juega, entonces, en la alternativa del deseo entre el horizonte de la verdad, secundum veritatem, y el horizonte de la ilusión o de la mentira, secundum mendacium. En este caso se intenta desviar y sustituir el dinamismo nativo del hombre mediante un elaborado y caprichoso artificio que lo repliegue sobre sí, según una propia imagen arbitraria entre otras tantas equivalentes, secundum hominem. Pero incluso así, dividiéndose uno del otro según la propia concepción imaginativa, no puede el yo eliminar su ontología originaria de la que no es el autor y que, por eso, “no es en sí misma mentirosa, aunque pueda ser vivida para la mentira: non quia homo ipse mendacium est, cum sit eius auctor et creator Deus [sed quia] secundum mendacium vivit” (Idem).

La violencia para consigo mismo y entre los hombres anida en esta abstractización o vaciamiento inflacionario de sí mismo – superbiam – que, desechando el dato ontológico o don originario del propio ser-dado, en vez de empuñar el arte existencial de hacerlo crecer afirmativamente en relación al ideal, al ser, se afirma a sí mismo, utópicamente, en contraposición a él. Esta posibilidad de vivir la propia humanidad Agustín la denomina también vivir según la carne, secundum carnem, lo que nada tiene que ver con el quedarse sólo con la parte material del hombre, ya que en este caso “por carne se entiende la totalidad del hombre, a carne intelligitur homo” (Idem, XIV, 4, 2). Vivir según la carne es una toma de posición espiritual. Más radicalmente aún, ¿en qué consiste esa soberbia mendáz de vivir según la carne y en qué sentido ella se comporta como la raíz de la división y de la violenta contraposición en el hombre y entre los hombres? ¿Hay alguna subterránea alianza entre la violencia que surge de la voluntad de auto-afirmación y la experiencia de la cercanía de la nada?

Para esclarecer el sentido de estas preguntas vale la pena comentar este texto:

En su defección ya establecida en vicio [al quedar estropeado el yo en su libertad, o sea, afectado por el pecado original, donde el Mentiroso aprovechó el hecho de que el yo es intencionalmente grande y sacado de la nada], aunque firmemente puesto en el existir en cuanto hecho por Dios, sed vitio depravari, nisi ex nihilo facta, natura non posset, quia a Deo facta est, el hombre no se redujo a mera nada-vanidad [a pasión inútil], nec sic deficit homo, ut omnino nihil esset, sino que, plegado hacia sí mismo inclinatus ad se ipsum, llegó a ser menos de lo que era, minus esset, quam erat, cuando estaba conscientemente vinculado a Quien plenamente existe, cum ei qui summe est inhaerebat”. Por tanto, “existir plegado en sí mismo, o sea, autocomplacerse [recusar el principio alterativo del placer], esse in semetipso, hoc est sibi placere, ya no significa ser nada sino ir aproximándose a la nada, non iam nihil esse est, sed nihilo propinquare” (Idem, XIV, 13, 1).

Vivir según la mentira significa que cada uno fabrica y pretende imponer “su verdad”, o cada un se separa del otro como extraño en una indiferencia revestida de momentánea tolerancia, porque fue descartada la posibilidad de referencia a la verdad en la fuente común radicada en la exterioridad de lo real, abordada desde la interioridad deproporcionada y exigente. Tanto una como la otra (interioridad extrovertida y exterioridad dada hacia el encuentro con la interioridad intencional) son en sí mismas portadoras de la estructura de disponibilidad a la manifestación, a través de la acción y el movimiento, expresivos de la presencia creadora del ser como acto de existir y de hacer existir.

La inmoralidad fundamental en el hombre no se aloja ante todo en la conducta moral sino en el conocimiento. “Vivir según la carne” es, precisamente, la clausura monádica del yo y de su sociabilidad consecuente, en el intento temerario de adueñarse del ser, de eliminar lo imprevisto, estableciendo la sospecha y el resentimiento respecto al emerger consistente de la alteridad de lo real. Pues ésta es preconcebida como hostil al proyecto de autoafirmación de la mismidad. La opción de “vivir según la carne” maltrata lo real porque lo conoce reductivamente, partiendo del presupuesto de que el ser-dado en el yo encarnado y en la realidad fuera de sí, es-nada desde el punto de vista del significado, no da signos objetivos que guían, mediante la razón, al hombre hacia su destino. Ni son el punto de partida positivo de toda  constructividad histórica, por lo que ésta se traduce en la violencia de la utopía -lo contrario del ideal que guía desde dentro (eduxit) el arte de desarrollar lo dado-, como presunción mítica del carácter demiúrgico del poder. A la subjetividad hiperbólica le sucede, dentro de la misma lógica, subjetividad denigrada. Esta construcción desde el vacío ontológico se realiza en la dinámica de la “mala infinitud” propia del nihilismo, ejercida sobre toda presencia reducida a mera facticidad. Esta parodia de la ipseidad como autoafirmación comporta, según Agustín, la más trágica de las desobediencias: la auto-contradicción existencial. En efecto,

¿qué miseria hay más propia del hombre que la desobediencia de sí contra sí mismo, nisi adversus eum ipsum inobedientia eius ipsius, de modo tal que, por no haber querido lo que pudo, quiere ahora lo que no puede, noluit quod potuit, quod non potest velit? (Idem, XIV, 15, 2).

De ambos términos de esta alternativa del deseo, de estos dos amores, también surgen dos ciudades y dos formas de considerar a Dios en la existencia terrena. “Encontramos pues en la misma ciudad terrena dos formas, invenimus ergo in terrena civitate duas formas. Una que se indica con esfuerzo sólo así misma autoafirmando su propia presencia, unam, suam praesentiam demonstrantem” y rinde culto a sus dioses “para conseguir victorias y gozar así de una paz terrena, no por amor al destino del prójimo, charitate consulendi, sino por voluntad de dominio, dominandi cupiditate”. La otra forma de vida política (sui generis) nace como gratuita amistad comunional generada por gracia de Otro y en ella se construye para la gloria del Otro. Y la gloria de este Otro es que “el hombre viva” una vida que, desde aquí peregrina, es vida viviente para siempre (vita aeterna vita vitalis est). Mientras tanto: “Los buenos usan del mundo para gozar de Dios, utuntur mundo, ut fruantur Deo; y los malos, al contrario, para gozar del dominio del mundo quieren usar de Dios, ut fruantur mundo, uti volunt Deo” (Idem, XV, 7, 1). Si es que todavía se Lo reconoce, aunque en realidad no interesa para vivir una vida buena.

Referências bibliográficas:

Arendt, H. (1993). La condición humana. (R.G. Novales, Trad.) Paidós: Buenos Aires; Barcelona. (Publicación original en 1958).

Arendt, H. (1998). Che cos’è la filosofia dell’esistenza? (S. Maletta, Trad.). Milano: Jaca Book. (Publicación original en 1946).

Arendt H. (1999). Il pensiero secondo. Pagine suelte. (P. Terenzo & L. Amicone, a cura di). Milano: B.U.Rizzoli.

Esposito, C. (1993). Quaestio mihi factus sum. Heidegger di fronte ad Agostino. En L. Alici, R. Picolomini & A. Pieretti (a cura di). Ripensare Agostino: interiorità e intencionalita. (pp. 229-259). Roma: Institutum Patristicum Agustinianum.

Heidegger, M. (1999). Agustín y el neoplatonismo. En M. Heidegger. Estudios sobre mística medieval. (pp. 11-155). México: Fondo de Cultura Económica. (Publicación original en 1995).

Ricoeur, P. (2000). La mémoire, l'histoire, l'oubli. Paris: Seuil.

San Agustín. (1964). De civitate Dei. Obras de San Agustín. (Ed. bilingüe a cargo de F. García). Madrid: Biblioteca Autores de Cristianos. (Original del 413-426).

San Agustín. (1968). Confessiones. Obras de San Agustín. T. II. (Ed. bilingüe a cargo de F. García). Madrid: Biblioteca Autores de Cristianos (Original del c.398).

San Agustín. (1970). Contra Academicos, Obras de San Agustín. T. III. (Ed. bilingüe a cargo de F. García). Madrid: Biblioteca Autores de Cristianos (Original del 386).

San Agustín (1979). De vita beata. Obras de San Agustín. T. I. (Ed. bilingüe a cargo de F. García) Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. (Original del 386).
 

Notas

(1) Cf. Ricoeur, 2000, p. 115 y ss.(volta)

(2) trad. del latín en el texto es, de aquí en más, de Aníbal Fornari.(volta)

(3) Cfr. San Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, XI, 32.(volta)

(4) Cfr. San Agustín, 413-426 / 1964: De civitate Dei, XVI, cap. 12 a cap. 36.(volta)

(5) Inluso la interpretación, por lo demás provocante a pensar, de Martin Heidegger (1999), tiende a ocultar la novedad filosófica radical de Agustín, estrechándola en algunos factores significativos para su propia hermenéutica de la facticidad: Augustinus und der Neuplatonismus. Véase al respeto el esclarecedor trabajo de Costantino Esposito (1993): Quaestio mihi factus sum. Heidegger di fronte ad Agostino.(volta)

(6) Cfr. también San Agustín 413-426 / 1964: De civitate Dei, XV, 2 y 5.(volta)
 

Nota sobre el autor

Aníbal Fornari, doctor en filosofía por las universidades La Sapienza y Lateranense de Roma. Actualmente director y profesor del Doctorado en Filosofía en el Departamento de Posgrado de la Universidad Católica de Santa Fe, Argentina; profesor del seminario de ética y filosofía política en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral e investigador del Conicet-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas de Argentina. Línea de investigación: la cuestión de la identidad personal y cultural exigente, en orden al protagonismo plural de la sociedad civil y para una nueva dialéctica sociedad-estado, a través de San Agustín, Paul Ricoeur, Charles Taylor, Emmanuel Levinas, Alasdair Macintyre, Hannah Arendt, Michel Henry, John Rawls y Michael Walzer. Dirección: Laprida 5059, piso 11, CP 3000 Santa Fe, Argentina. E-mail: afornari@ceride.gov.ar

Data de recebimento: 06/05/2003
Data de aceite: 17/10/2003


Memorandum 5, out/2003

Belo Horizonte: UFMG; Ribeirão Preto: USP.
http://www.fafich.ufmg.br/~memorandum/artigos05/fornari01.htm

 

 

 

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